Por Arturo Díaz Zurita
El Peor enemigo de un pueblo, es el pueblo mismo.
Ya en 1946 Wolfgang Studte había afirmado “los asesinos están entre nosotros”, con un filme sobre la reconstrucción moral, la reincorporación a la cotidianidad y la aceptación de la culpa de quienes sólo por “cumplir órdenes” fueron cómplices de una de las masacres más atroces que ha visto la historia de la humanidad.Pareciera que ha pasado toda una vida desde entonces, sin embargo a 76 años de la ocupación nazi en Polonia, Ida, el reciente filme de Pavel Pawlikowski nos dice que las cicatrices de aquél tiempo aún calan en el pueblo polaco; y es que nada duele más que cuando te lastiman los tuyos.Ambientada a principios de los años 60, Pawlikowski apoya su historia en la interesante fotografía blanco y negro de Ryszard Lenczewski y Lukasz Zal, mostrándonos de inicio la cotidianidad de un majestuoso convento que se ubica en un frío pueblo polaco que, rodeado por la nieve, nos sitúa de inmediato en un ambiente de soledad y opresión. Cada toma es apenas breve, cada plano es generalmente estático; los altos cielos rasos y la monotonía que ronda en su interior son exacerbados por los encuadres híbridos que ubican a los personajes en la parte inferior volviendo más grande ese gris que nos envuelve. No hay música ni los apoyos básicos, esos “trucos” del cine convencional. La quietud predomina y las silenciosas meriendas de las habitantes del edificio sólo nutren el cuerpo, pues la interacción se presenta únicamente al servicio de Dios.
Así nos presentan a Ida (Agata Trzebuchowska), novicia huérfana que desde muy pequeña ha visto su vida transcurrir en medio de ese mutismo y religiosidad. Pinta a mano una estatua de tamaño casi real del Sagrado Corazón de Jesús y con mortuoria solemnidad entre varias lo llevan de vuelta a su lugar, cargado cual féretro, destacando sobre el nevado paisaje en un plano superior. La ingenua devoción está planteada, la joven Polonia encarnada.
Se acerca la
fecha en que la novicia habrá de hacer los votos que la conviertan en monja
cuando es requerida por la madre superiora. Ahí le informan que si bien aún
tiene un familiar vivo en el mundo, éste nunca quiso hacerse responsable de
ella por lo que le encomiendan la tarea de confrontarlo, debiendo tomarse para ello “el tiempo que sea
necesario” antes de volver y consagrar definitivamente su vida a Cristo. La tarea
es aceptada con una impavidez y estoicismos que caracterizarán a Ida a lo largo
del filme.
Entonces viaja a
Lodz y conoce a su tía Wanda (Agata Kuleszka), hermana de su madre. El primer
acercamiento entre ellas no podía ser más desconcertante: Cigarro en mano Wanda
despedía a su amante de ocasión, bebe y con un sarcasmo casi burlón le informa a
Ida -la monja católica- que su origen es judío y Anna su verdadero nombre. ¿No te
dijeron que soy? –le pregunta, y por un segundo su aspecto desparpajado nos
hace pensar que dirá “Soy prostituta”, pero cuando nuestro supuesto cliente se
despide de ambas con un educado “Que Dios las Bendiga” sabemos que equivocamos
juicio. Aun así nunca responde, pero sí le dice a la joven que es la
sobreviviente hija de una pareja desaparecida durante la guerra, muertos como
muchos en el anonimato y sin santa sepultura como casi todos.
Aquí inicia la
constante comparación de las extrapoladas Polonias fielmente representadas por
las dos Agatas. La católica y la comunista, la inocente y la curtida.
Pawlikowski impone su mirada a los personajes, sin estereotiparlos ni
juzgarlos, pues ambos son el resultado del destino histórico que ha sufrido su
país.
Por la mañana
Wanda toma el tren e Ida prefiere el autobús. La mirada vacía e inexpresiva de la
primera al frente de una Corte Legal de segunda nos contagia su frustración y
hartazgo acumulados. Es la repentina llegada de la sobrina el pretexto que
había esperado para emprender el recorrido en busca de las respuestas que le
den paz a este personaje; es ella quien necesita el viaje, y en su búsqueda
conducirá a Ida con todo y su simpleza por una ruta que impactará más la vida
de la luchadora integrante del Partido Socialista, que la de nuestra novicia.
En este punto,
el filme se convierte en un inevitable roadmovie. El movimiento y dinamismo son
establecidos por la línea argumental –a veces en tono de comedia- equilibrando
los planos estáticos y los encuadres incómodos. El objetivo de las mujeres es
llegar a su pueblo natal para averiguar el destino final de los familiares
muertos, así como el paradero de sus restos.
El confinamiento
en el pequeño vehículo que conduce Wanda obliga al breve diálogo, tratando de indagar en el punto
de vista que cada una de ellas tiene con respecto al sexo y la religión:
–Deberías intentar el amor carnal, de otra forma que clase de sacrificio serían
esos votos –le dicen a Ida, sin embargo Pawlikowski se mantiene al margen sin concederle
la razón a ninguna de las dos posturas, ambas tienen como sustento un país
carente de identidad, dividido por la guerra y consumido por el rencor.
“Entre abril y
mayo de 1940, tras la invasión
de Polonia por parte de los soviéticos en
1939 y poco después del inicio de la Segunda Guerra Mundial se llevó a cabo la
“Masacre de Katyn”, también conocida como la “Masacre
del bosque de Katyn”, ejecución en masa de ciudadanos polacos (muchos de ellos oficiales del
ejército, hechos prisioneros de guerra) orquestada por el NKVD —la policía secreta soviética dirigida
por Lavrenti
Beria. A partir de una propuesta oficial de Beria, fechada el 5 de marzo de 1940, Stalin y otros cuatro miembros del Politburó
soviético aprobaron lo que, de acuerdo al Instituto
de la Memoria Nacional de Polonia y
otros sectores, sería un genocidio.
Se estima que
las víctimas fueron al menos 21mil 768 ciudadanos polacos los cuales fueron
asesinados tanto en el bosque de Katyn como en las prisiones de las ciudades de
Kalinin, Járkov y otros lugares próximos. Del total de
muertos, cerca de ocho mil eran militares prisioneros de guerra, otros seis mil
eran policías y el resto se trataba de civiles integrantes de la
intelectualidad polaca como profesores, artistas, investigadores e
historiadores.”
Tal vez este es
el único “traspié” donde el director nos deja ver su postura al situar en este
período el pasado glorioso de “Wanda la
Roja”, no obstante, la experimentada actriz polaca Agata Kuleszca tendrá la
oportunidad de darle trasfondo a su personaje, descubriéndolo al punto casi de
eclipsar a Ida. Emerge la mujer fuerte y de carácter que alguna vez fue:
aquella condecorada luchadora política,
antigua fiscal estatal estalinista que por el bien de la revolución
envió a los "enemigos del pueblo " a la muerte. Lo interesante en
este punto es que Pawlikowski sigue sin comprometerse, no termina de definir la
participación de ella en los hechos históricos y le pone enfrente a una actriz
debutante, Trzebuchowska, a quien seleccionó de entre muchas candidatas al
papel y que por su misma inexperiencia histriónica no le costará el más mínimo
trabajo proyectar la alienación de Ida, carente de matices.
La carretera,
los grises paisajes y los abandonados crossroads continúan acompañando el
relato de esta singular pareja. En el trayecto recogen a un joven músico de
jazz que aportará una breve tangente argumental. Su presencia sirve para que empecemos
a creer que la vida de Ida al fin tendrá una pizca de emoción mundana, pero es
el constante desenfado de Wanda el que provoca que éste brote, haciéndola
reaccionar casi violentamente en defensa de lo que considera más importante: su
fe católica.
La mañana
siguiente traerá consigo el clímax de la historia. El enfrentamiento con el
pasado y una serie de revelaciones invertirán los roles de las mujeres. El
filme jamás será tan gris y los encuadres nunca más incompletos. Pawlikowski da
un paso al costado, se deslinda de posturas haciendo evolucionar la fotografía
hasta el punto en que se vuelve factor, despojándonos de cualquier elemento anatómico
que nos facilite la interpretación. Quiere que el espectador construya sus
propias emociones e incluso, en el momento crucial, Ida será tan solo una voz
en off; el único rostro que veremos es
el de la vergüenza, ese que el director no tiene duda ni remordimiento para mostrárnoslo.
Al amanecer del siguiente día se aproxima el fin del viaje. Un full shot nos mostrará un abandonado cementerio judío, en su entrada una reja coronada por una estrella de David que observa al sol alejarse cada vez más. Finalmente, el destino ha querido que las diferencias se desvanezcan. Las mujeres se verán unidas cavando con sus propias uñas la tumba que sepultará lo único que habrán compartido a lo largo de su viaje: la pérdida.
Al amanecer del siguiente día se aproxima el fin del viaje. Un full shot nos mostrará un abandonado cementerio judío, en su entrada una reja coronada por una estrella de David que observa al sol alejarse cada vez más. Finalmente, el destino ha querido que las diferencias se desvanezcan. Las mujeres se verán unidas cavando con sus propias uñas la tumba que sepultará lo único que habrán compartido a lo largo de su viaje: la pérdida.
Llega el momento
de la despedida. Ida regresa a su vida monótona en el convento, la nieve se ha
derretido y no es casual que el camino que conduce a éste se vea más desolado,
más gris, más monótono ¿Será capaz Ida de jurar esos votos después de lo
experimentado? ¿Retornará Wanda a su vida licenciosa, envuelta entre alcohol y
amantes de ocasión?
Al final,
mientras una concluye su vida en soledad, víctima de la traición de ambos
frentes políticos y escuchando la Sinfonía No 41 en C mayor “Júpiter” KV 551,
de Mozart; la otra pierde su virginidad al compás de Naima, de Coltrane,
entregará su vida a Cristo y renunciará al camino que tomamos aquellos que si
soñamos con tener pareja, hijos y una linda casa cerca del mar.
Ida significa el
retorno a la patria de Pavel Pawlikowski, director polaco que construyó los
inicios de su carrera en el Reino Unido con filmes como “La Femme du Vème, 2011”
protagonizada por Ethan Hawke y Kristin Scott-Thomas. La cinta de tan solo 80
minutos de duración cuenta con un guión básico que trabajó a cuatro manos con
la inglesa, exbailarina de table dance Rebecca Lenkiewicz; juntos construyen un
relato tan escaso de diálogo y elementos que evocan la austeridad de los filmes nacionales producidos en los
años en que se ambienta la producción. Es su primer rodaje en tierras polacas,
por eso la temática emocional impulsada por la fotografía poco convencional
filmada en relación de aspecto 1,37:1 en vez de los tradicionales 1,85:1 o
2,39:1. Sus composiciones, cuadro por cuadro, son de una belleza tan básica
como inusual, pues cuando no opta por la angustiante cámara en mano, decide
dividir en tercios ubicando a los sujetos en el plano inferior para brindar una
belleza contemplativa que nos mantiene a distancia.
El resultado es
un trabajo tan cercano como distante, donde el espectador es obligado a
construir su propio discurso paralelo que dé cabida, sin prisas, a cualquier
interpretación. Sin embargo Pawlikowski parece tenerlo todo resuelto y el
mensaje que nos quiere dar es claro. El dolor del holocausto aún persiste, pero
la culpa no recae esta vez en el pueblo alemán: al interior es donde aún se
guarda rencor y se asignan culpas. La Polonia judía que representa Wanda “La
Roja” se consume en el dolor y la decadencia, al tiempo que la joven Polonia de
Anna, esa que abraza la religión cristiana, otorga el perdón y continúa su camino
según lo establecido, tomando de la vida apenas una rebanada. Ida es, sin duda,
un filme que vale la pena disfrutar en una época donde la realidad en que
vivimos es soterrada por los múltiples blockbusters y la historia confinada a
los libros que ya nadie lee.
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